Un relato no urbano




Hay rincones que parecen habérsele escapado al tiempo  y al mundo real como lo conocemos, o al menos como yo lo conocía -al fin y al cabo citadina- dirían con certeza, aquellos que prueban de las maravillas de este mundo alterno o paralelo, de modo cotidiano, ubicado tan cerca y tan lejos de la ciudad en donde vivo.  

Recuerdo haber realizado visitas a ciertas áreas rurales en el pasado, con la modalidad de “excursión típica” o como descubrimiento de región aledaña a alguna ciudad o pueblo turístico en días de vacaciones. Siempre con el sabor de una gastronomía original, producto del cultivo de la zona, aderezado con la idiosincrasia de la localidad, pero nunca con la riqueza y autenticidad que experimenté en la visita que ocupa el tema de mi relato de hoy.

Mi gran conexión con el café, por lo visto, tenía que conducirme hasta sus raíces con la tierra que lo produce, en una zona no muy distante de la ciudad de México en plena Sierra Poblana dentro del municipio de Tlacuilotepec, en Palo Blanco, su origen me salió al encuentro.

La invitación surgió a partir de una “causalidad”, ya que por cuestiones de trabajo, en la edición de Expo Café 2017, tuve la gratísima oportunidad de conocer a una gran mujer, Veidra, impulsora de esta comunidad cafetalera, de la que son originarios sus padres. En esa ocasión pude probar su exquisito café, denominado con su marca Cafetzal, tomando el primer trago de su cálida hospitalidad, al dejar abierta la posibilidad de entrar en contacto directo con la dulzura de las cerezas de arábica en época de cosecha.
Pasaron algunos meses, para que el destino registrara en nuestra agenda la tan esperada visita, un reencuentro en una reciente presentación con motivo del día de la mujer, nos reunió nuevamente, rectificando una fecha, que llegó a término el pasado fin de semana.
Por previos compromisos y tiempo limitado sólo dispondríamos de un día y medio, por lo que sabíamos que aprovechar cada instante sería una obligación.
Partimos de Tecámac, después de comer en el restaurante “Novo Fogo do Sol Brazileño”, negocio de la familia, en donde empezamos a probar su buenísimo sazón, que aunado a un concepto de calidad total y excelente atención, nos dejó con ganas de regresar con más tiempo y estómago libre. 
En frente, recién inaugurada la cafetería que me recordó a mi Café Toscana, aunque con su estilo propio, pero igual en cuanto al corazón que se ha puesto en ella para ofrecerle a sus clientes una propuesta de pan y café artesanales con la calidez que invita a quedarse por horas.  De allí, nos llevamos un pan para el camino, comí un panqué de mantequilla con el copete azucarado, francamente buenísimo.

Algunos kilómetros más adelante, se hizo necesaria una parada para satisfacer el antojo de mi hija, acompañante en esta aventura, que no cedió a la tentación y recomendación de nuestra guía. 

Recién licuado con fresas y guayabas naturales, además de otros ingredientes usados a discreción de Melly, encargada de su preparación, probamos un exquisito curadito, fresco y “ponedor de muy buen ánimo”.

Continuamos el camino para llegar alrededor de las 19:00 hrs, recibiendo la bienvenida de las chicharras cantadoras, que a medida que nos internábamos en la comunidad, parecían alimentarse de la noche para intensificar el volumen de su voz.
La humedad en el ambiente flotaba sin convertirse en lluvia, regalándonos el aroma de la tierra fresca y los olores de la leña alimentando el fogón de las viviendas.
Así pasamos por las diferentes localidades, hasta que llegamos al hogar de nuestra querida anfitriona, “Vei”, como le llama doña Ofelia, su madre, quien nos esperaba sonriente y con los brazos abiertos igual que las puertas de su casa para recibirnos.

La cena ya se estaba calentando en el fogón de la abuelita finada de Veidra, a manos de Male, su prima, otra mujer divina.
La imagen de una cocina tan rústica y hermosa fue impactante, con muros de piedra y adobe, el fogón bien alimentado con las brasas de las varas de madera, rodeaba un comal de barro en donde se iban echando las tortillas, hechas con el nixtamal recién triturado en un pequeño molino de metal que se encontraba en el fondo del cuarto. 



El espectáculo nada más que cotidiano en aquella cocina, de ver cómo se infla el disco de masa al cocinarse por ambos lados, era bello e hipnotizante por vez primera, para las que veníamos de visita, al igual que para las que ya lo habían observado un millón de veces antes.

En medio de aquel espacio, reposaba un horno de leña cansado de haber servido por no sé cuantos a Juana García, su dueña original, para cocer los panes que se ocupaba de vender, entre sus otras múltiples actividades, con la finalidad de sacar adelante a sus nueve hijos.

Panadera, tendera, vendedora de carnitas y cosechadora de café, la abuela Juana, sentó un ejemplo de lo que el arduo esfuerzo puede generar. Digno ejemplo seguido por muchas mujeres de la comunidad, que no descansan desde el alba hasta que cae el sereno, para apoyar a la cabeza de la familia o porque ellas mismas lo son.
Aunque ya en desuso por una fractura lateral en su estructura, el horno adormecido seguramente observa con envidia al fogón que no descansa en cada comida del día, y entre sueños escucha las ricas conversaciones que se gestan a propósito de las historias acontecidas en sus días de gloria, al igual que las que se van creando en la sencilla mesa de madera, que sostiene los deliciosos platos que allí se sirven, sin que falte desde luego, un buen café de olla para que el intercambio de las palabras afloren.
Nos prepararon carne de puerco en salsa de tomatillo verde -de uno muy chiquito que trajo a vender una señora, recién cortado de su huerto- con quelites y las regordetas tortillas recién sacadas del comal, medio infladas aún.
La calidez del fogón indudablemente abriga la casa, porque la conversación de sobremesa se volvió profunda y sustanciosa, de fondo el sonido de las chicharras tenue, susurro apenas aplacado por la emoción del partido de futbol, que jugaban afuera los chamacos de distintas edades, con gran energía y entusiasmo.
No era tan tarde, pero ya que se acordó que al día siguiente partiríamos en la madrugada en búsqueda del primer saludo del sol, era necesario descansar. Apenas alcancé a ver una luciérnaga y las estrellas desde mi ventana, caí rendida.
La madrugada se comió a la noche en un santiamén, ya eran las 5:15 am cuando “Zuly”, como le llama su papá, don Vicente, a Veidra, tocó a nuestra puerta con cuidado de no despertar a los demás. Había llegado la hora de la excursión por demás matutina, y teníamos que apretar el paso para llegar al punto ideal, una vereda junto al mirador que se encontraba en la cima. 
Pero con aquella oscuridad, el caminar a la velocidad requerida no era muy viable para su interlocutora, citadina de escasa-nula condición para caminata sobre empedrado en medio de la oscuridad-. 
Zuly optó por llamar al “Uber” más cercano, estaba a unos cuantos metros y cumplía con las condiciones requeridas, espacio en área de carga para cinco mujeres caminantes (Zuly, Diana –la vivaz y agradable barista que nos dio cátedra en el recorrido de la materia de origen hasta el destino final del grano-, Male, mi hija y yo) y la doble tracción para darle batalla a la pendiente cuesta arriba.



El rocío de la mañana se encargó de refrescarnos con vitalidad, y el primo de Zuly, conductor de nuestro transporte, de hacernos llegar al tiempo justo en que el sol iba posándose encima de las montañas que se veían a la distancia en aquel estupendo paraje.




El regreso al fogón a cargo de Male, satisfizo el apetito con una nueva exquisitez, un huevo cocinado en horno de leña, entre hojas de platanar que acababan de ser cortadas delante de nosotros. 

Al tiempo que las tortillas iban saliendo del comal, llegaron los huevos ya listos , que disfrutamos al lado de un gallo que estaba afinando su canto.
De nuevo el café en taza y la conversación en la mesa, hicieron que la expectación por el tan esperado encuentro creciera. Las cerezas tapizaban el camino de todas las casas, trabajo que de manera repetida se realiza en cada día para buscar el secado al sol.

Ya habíamos recibido algunas explicaciones de los diferentes granos y sus grados de crecimiento, incluso, visto cómo de la cereza se extraen dos valiosos granos de café, sólo dos, y en algunos casos sólo uno. Aunque sólo hasta estar delante de las plantas de café, entendimos cómo la maduración del fruto no es necesariamente uniforme, y que bajo la sombra que algunos árboles crean, es como la cereza madura mejor. Que hay plagas que dañan áreas completas en las tierras y que en muchos casos sólo su reemplazo total permite aislar a las demás plantas de las enfermas. Que el corte debe de hacerse con sumo cuidado para que se quede el pequeño tallo en la planta y no en la cereza, pero con tal cuidado que no se provoque un orificio en esta, pues de ese modo, la fermentación de la misma se inicia.
Que el terreno está en declive, a veces muy pronunciado, y en tales condiciones, es como los recolectores deben recoger el fruto además de cargar costales de más de 20 kilos a lo largo de su jornada. 

Los cuidados que hay que invertir en los cafetos son demandantes durante los 12 meses del año, pero sólo en la mitad de este tiempo reditúan ingreso.


Tanto esfuerzo y trabajo detrás de una taza de café resulta inimaginable, aunque falta mencionar que la mayoría de las cosechas acaban vendiéndose a los acaparadores, poseedores de grandes marcas, que me abstendré de mencionar, y los cuales regulan el precio al que se compra el grano, en muchos casos dejando en desventaja al cuidador de la tierra.

El contacto con la planta de café y sus cerezas, el entorno de su gente y su realidad, me dejó con muchos aprendizajes que aún continúo procesando.
Aun con el limitado tiempo con el que contamos, pude palpar el ánimo de la gente, que se muestra alegre, contenta y convive en armonía. Su nivel de vida es muy sencillo, no obstante tienen acceso a una calidad de vida a la cual los citadinos no podemos aspirar en medio de tanto bullicio, contaminación  y sobrepoblación.

Los dulces placeres que su cotidianidad les concede son muy distintos a los que la ciudad ofrece. Su alimentación es producto principalmente de la cosecha de sus huertos, lo cual no sostiene una gran diversidad, pero es orgánica, típica y más fresca, imposible.

La gente está obligada a caminar para trasladarse entre los sinuosos parajes o la empedrada carretera que conecta en línea continua a todas las localidades, en horas de comidas se les ve cargando una cubeta de masa fresca, apenas procesada con su propio nixtamal en el molino que rinde tal servicio a los que no cuentan con uno propio en casa.
Dicen que algunos todavía bajan la pronunciada pendiente para lavar su ropa en el río o bañarse, a mí sólo me tocó ver a un señor de más de sesenta subiendo por una inclinadísima vereda, sin problema, fresco, quizás porque ya había tomado un baño en el río que se encontraba no sé cuantos cientos de metros abajo.
La tranquilidad que impera en la comunidad, nos regresa a los placeres más básicos, el contacto con la naturaleza, el arduo esfuerzo para convencer a la tierra de proporcionar los granos y vegetales que se sirven en los platos de cada comida, y el constante uso de la leña para el fogón.
El espectáculo de convertir maíz en el manjar de tortilla cocida en un comal de barro es francamente reconfortante, en particular bebiendo una taza de café de olla.

Así, a un lado del fogón de Male, siguieron apareciendo maravillas de historias y de labores hechas con manos de mujeres, que me parecieron dignas de admiración y gran respeto.

Existe un grupo de mujeres, que en muchos casos tienen que lidiar con la postura machista que por desgracia aún subsiste en estas latitudes –al igual que en muchas otras y aquí en la ciudad- para colaborar en un trabajo realizado con el propósito de nivelar sus ingresos. Se les cuestiona el tiempo que pasan entre ellas, bordando una divinidad de moños, morrales y bolsas (con la vitalidad de diseños y colorido que me recordaron a Pineda Covalin), o preparando un mole delicioso –receta de Male-, el toronjil (aguardiente con hierbas que me pareció similar al Chartreuse), envasando miel del apiario, haciendo las mermeladas con la cosecha de la fruta de la temporada (maracuyá, mango con habanero y otras más), y bebiendo café de los granos extraídos de su propia tierra, tostados en el comal de su espléndido fogón.


Su proyecto me cautivó, me maravilló su energía, voluntad y trabajo continuo, manteniendo una sonrisa por delante de igual modo, continuamente  (no pude resistir la oportunidad de incluir a su grupo en el proyecto en “Trenzando almas”, creado a partir del desastre generado por los sismos de septiembre de 2017, particularmente en Jojutla, como un proyecto de apoyo a la comunidad en materia sustentable, si estás interesado en adquirir sus productos por favor busca el grupo en FB para mayores informes).



Antes de irnos -porque el tiempo siempre apremia a los citadinos ¿Qué le vamos a hacer?- Se nos ofrecieron unas deliciosas truchas al ajillo, “recién” pescadas en el río –sí, el recién es enfático en todo lo que tiene que ver con la comida en esta maravillosa comunidad- Ofelia, la mamá de Vei, nos las dio con sus tortilla exquisitas, y la advertencia de tener mucho cuidado con sus finas espinas. Platicamos con don Vicente, el papá de Zuly, mientras probamos el toronjil, y nos compartió una estadística asombrosa, en su experiencia a partir de la cosecha, apenas un 5 o 10% del grano puede ocuparse como materia prima de café gourmet, nunca hubiera imaginado tanto trabajo detrás de mi taza de espresso.



Para cerrar con broche de oro, sólo faltaba probar el mole de Male, con pollito de rancho y arroz blanco, sin que faltaran las mágicas tortillas. Nos despedimos de su fogón, agradeciendo toda su amabilidad, cargamos con toronjil, miel, panela de caña, mole, moños bordados en raso, y el alma llena de inspiración y de admiración.



Nos despidió el mismo ánimo de la tarde entrada en la noche que nos había dado la bienvenida casi veinticuatro horas antes, los sonidos de las chicharras, la oscuridad cubriendo la luz del sol, los sonidos y movimientos de aves en camino a su guarida, y al final del trecho de un camino sinuoso y accidentado, recorrido a baja velocidad durante treinta o cuarenta minutos, estaba la carretera que nos condujo de vuelta a la ciudad, al volante de Veidra, Zuly o Vei, la divina mujer que se encontró en mi camino por un accidente premeditado del destino entre Café Toscana, su Café Cafetzal y yo.



Gracias por haber alimentado mi alma con sabores, aromas y una experiencia de vida tan rica que me sabe a puro café.

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