El polvo en el armario

¿Cuántos habremos hecho alguna labor de reacomodo en casa en los últimos días? Tal vez para poner en orden el armario o los cajones de ropa, podría ser también para seleccionar aquello que ya no ocupamos o en última instancia como la protagonista del cuento que les comparto el día de hoy, para encontrar algo perdido que entre el polvo y el orgullo corre el riesgo de desaparecer.

Como anunciamos en nuestra última publicación, mi autora preparó la serie de "Historias de café para pensar el rato" elegida para la plataforma digital de #Contigoenladistancia , que consta de cinco historias cuyos elementos en común son: que se desarrollan en el tiempo actual de la #cuarentena y que comparten el elemento del café en ellas.

Hoy les presento la segunda historia para acompañarlos con café y algo de reflexión.


El polvo en el armario

—Pinche Vicky, como que te estás pasando, por qué me cambias la contraseña ¡Ábreme! —tocaba insistentemente Esperanza, en la puerta del departamento que se ubicaba en el mismo edificio que el suyo, sólo un piso más abajo.
—¿Traes cubrebocas? —respondió una voz desde el interior.
—Claro que sí, no estoy loca.
—¿Segura? Porque sí pareces un poco, eh —contestó Vicky abriendo la puerta con un botecito de antibacterial en mano del que aplicó un apretón sobre las palmas de Esperanza.
—Ni siquiera voy a pasar —le respondió frotándose el gel —ya te dije que no tengo tu cochino libro, pero lo voy a buscar de todos modos.
—Pues hazlo.
—Sí, pero no me pidas que lo haga hoy, ya no aguanto la espalda de todo lo que he estado escombrando.
—Okey. Hazlo cuando quieras.
—¿Entonces me pasas la contraseña?
—Cuando mi libro dé pruebas de vida —dijo burlona, para luego cerrar la puerta previniendo la reacción de su querida amiga, que parecía tener secuestrado un título de su saga favorita.
—No mames, Vicky, en serio que eso no se hace —respondió molesta emprendiendo la retirada después de comprender que esa batalla estaba perdida. 

Subió las escaleras repensando mentalmente en qué maldito momento se le habría ocurrido leer alguna de esas historias de vampiros —si esas historias me la pelan —se justificaba, y también maldecía aquel infame maratón de sus adaptaciones cinematográficas, que su buena amiga Victoria se había recetado sin descanso, refrescando así el interés por releerlas.

El problema no era el no querer devolver el ejemplar, sino que para hacerlo, primero tendría que identificar en qué lugar de su, un tanto diminuto apartamento se encontraba.
Y es que después de haberse dado a la tarea doméstica de escombrar la despensa, el trastero y el armario de su habitación, muy a lo Mary Kondo —que estaba de moda por cierto­—, había decidido darle tregua al polvo o tal vez a los recuerdos de Daniel que se le aparecieron sembrados en distintos objetos de la casa.

Ya había superado el ejercicio de desechar un pequeño cerro de ropa, lo cual pudiera haber representado el mayor reto para muchos, pero se dio cuenta que con lo que no quería enfrentarse era con el armario del estudio. No sólo por la cantidad de objetos entrañables de los que tendría que elegir a cuáles dejar ir de acuerdo a su nuevo régimen de orden inspirado en una de las series que ya no podría continuar viendo mientras su amiga se rehusara a facilitarle la nueva contraseña; sino porque en algún hueco de aquella área se encontraba la caja de recuerdos de ese amor que le había robado muchas lágrimas y todavía el aliento.

No quería volver a toparse con esa maraña de sensaciones que podrían poner en riesgo su salud emocional pero la necesidad lo demandaba, no estaba en condiciones de costear su propio servicio de internet y sobrevivir la cuarentena sin él, le parecía insoportable.
La decisión de encerrar en una caja de cartón los últimos recuerdos, tesoros y hasta el boleto de cine de la primera función que compartió junto a Daniel, había sido lo más sensato, esconderla en algún rincón del closet, muy probablemente junto con aquel libro de Victoria definitivamente no.

Temblaba con un plumero en la mano temiendo que al abrir la puerta aquel umbral pudiera tragársela para depositarla en el abismo de la melancolía.
Se armó de fuerzas para vencer cada una de las capas de polvo que debería atravesar, sacó uno a uno los artefactos de aquel engañoso armario que parecía ahora inmenso por la cantidad de objetos olvidados que seguía escupiendo, hasta que como era de esperarse la temida caja y su contenido aparecieron a un lado del ejemplar objetivo de su pesquisa.
Se mostró aliviada al notar que el sentimiento ya no le pesaba, pudo canjear lo malo por lo mejor de la relación entendiendo que la ausencia de un perdón era lo que más daño le había hecho, porque después de lo que pasó hubiera bastado con que Daniel lo dijera para arreglarlo todo. 

Qué simple hubiera sido el tragarse el orgullo y otorgarle ese perdón, sobre todo cuando ahora y sin que él se lo pidiera se lo estaba concediendo; cómo se lamentaba por no haber conservado su número de celular, pero no, incluso lo borró en su cara para dictar la sentencia de: "ni pienses que te voy a volver a buscar".

Terminó de poner orden en el armario pero aún con el cansancio acumulado se animó  a echarle un vistazo a la caja, no sin antes prepararse una sustanciosa, cálida y deliciosa taza de café, que bien que le hacía falta. La bebida le refrescó los recuerdos del día en que se conocieron.
—Qué pena que se haya ido la luz —le dijo Daniel ese día, mientras esperaba su turno en la cafetería detrás de ella.
—Sí, a veces pasa esto en la sala cuando llueve así de fuerte, creo que no han repuesto la planta de emergencia. No te olvides de validar el boleto para que puedas regresar a ver la película otro día      —recordó Esperanza haberle dicho, advirtiendo el rostro de un extraño que días después se convertiría en su gran amor.

Mientras agitaba la cucharadita de azúcar en la taza siguió recordando la forma en que aquel pretexto le compró a Daniel la oportunidad de invitarle un café y de platicar por horas mientras la tormenta justificaba aquel fortuito encuentro, recordó también cómo antes de despedirse convinieron en regresar la siguiente semana para hacer efectiva la garantía de la proyección y que en el recibo del café, él había anotado su número telefónico al calce de su nombre. ¡Claro! Allí debía continuar su teléfono escrito, sólo era cuestión de encontrar aquel bendito papel para marcar esos diez dígitos que antes fueron eliminados barriendo con mensajes, archivos, historial de llamadas y cualquier tipo de registro que se lo pudiera recordar y que luego fueron buscados con tanto ahínco sin éxito; imposible localizarlo de otro modo cuando Daniel tenía bien arraigada la estricta política de no usar las redes sociales.

Recuperó el ánimo, se embarcó en la tarea de remover flores secas, fotografías, una camiseta vieja y otros  papelitos, hasta que llegó a la novela que tanto les gustaba y los había llevado a ver aquella función de cine en donde el destino los unió. Con una respiración profunda, le dio permiso a sus dedos de abrir las páginas que los dedos de Daniel habían tocado la última vez que habían sido ventiladas. Movió la cabeza al encontrarse con todas las líneas subrayadas en amarillo, actividad que complacía tanto a su antiguo amante pero a ella podía ponerle los nervios de punta; hojeó lentamente, acariciando los rastros del marcador como si con ello pudiera sentir el pulso de las yemas del dueño, hasta que llegó a una sección del libro en donde se encontraba un recibo de compra.

El pasmo la asaltó pensando que se trataba de aquel tesoro que estaba buscando cuando notó que había algo escrito detrás de aquel endeble papelillo de donde pendía su corazón latiendo con emoción. Tenía miedo de voltear ese pedazo de papel para encontrarse con alguna probable anotación de Daniel que no tuviera ningún sentido, tal vez algo que no debía olvidarse de hacer o los artículos que no debía olvidarse de comprar o el teléfono de cualquier persona de la que a veces sin escribir el nombre se olvidaba de llamar.
El mensaje fue otro, aunque llegaba un poco tarde: “Perdóname por favor, te quiero muchísimo Pera”. Esperanza sonrió satisfecha, se plantó el cubrebocas y una dosis de gel antibacterial, tomó el libro por el cual se había tenido que someter a aquel procedimiento, y regresó triunfante por el mismo camino que un par de horas antes había recorrido con tanta molestia; el salvoconducto para obtener la preciada contraseña estaba ganado, lo único de lo que no se dio cuenta fue de que al ir sacudiéndole el polvo por las escaleras del libro se escapó ese último eslabón, quién sabe si porque a las notas con teléfonos anotados les molesta servir como marcapáginas o porque al destino no le gusta que llenen de polvo las pistas que nos deja escondidas en el armario

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