Sonámbulo
Los acordes de la melodía con el mismo título del cuento que les compartimos hoy, fueron la inspiración para la escritura de esta tercera historia en la serie "Historias de café para pensar el rato", que como hemos mencionado en las anteriores publicaciones, resultó favorecida dentro de la convocatoria #Contigoenladistancia en la creación de contenido de calidad para el auditorio durante los días de #cuarentena.
La música de Santo y Johnny hace una conexión musical entre mi autora y sus recuerdos de infancia, con la selección que tanto gustaba a su padre escuchar en los largos trayectos de carretera que los llevaban hasta el destino vacacional favorito en el verano.
Publicamos esta historia como un tributo de amor a ese maravilloso padre con motivo de los 87 años que hubiese cumplido el día de hoy de encontrase aún entre nosotros.
Sonámbulo
—¡Hijo, qué gusto! —exclamó el anciano con cabello plateado, desde la
puerta abierta de su casa, luchando con el cubrebocas que le habían colocado
muy a su pesar.
—A mí también me da mucho gusto.
—Te ves chistoso con eso en la cara —le dijo riéndose.
—Tú también —le respondió descendiendo del auto que había aparcado
dentro de su patio.
—Hacía mucho que no venías.
—Con esta situación, ahora parece que lo que me sobra es el tiempo.
—Bendita situación si hizo que vinieras a visitarme, muchacho.
—Lo haré más seguido ahora, te lo prometo —le concedió.
—Y ¿cómo van las cosas en el negocio? —preguntó el viejo.
—Tuve que cerrarlo, no me quedó otra alternativa —contestó el otro perturbado
mientras los dos ingresaban a la sala.
—Eso no importa hijo.
—¿Cómo no va importar? Si ese negocio no había cerrado ni un día, a
excepción de los domingos y el día de la Guadalupana desde hace dos
generaciones.
—Lo que importa es que estamos aquí muchacho y ya que tienes tiempo, ¿por qué no nos vamos de paseo a Acapulco?, como cuando eras chiquito.
—Porque no debemos, es peligroso para tu salud.
—¡Qué peligroso ni qué ocho cuartos! Si yo estoy más fuerte que un roble.
—Pues anda y ve a hacer la maleta, a ver si antes logro convencerte de
lo contrario.
—Si ya la tengo hecha, vámonos.
—Mira nada más, bien preparado que estabas.
—Claro mijo, nomás recibí tu llamada y pensé que era buena hora para
salir todavía a la carretera —respondió dirigiéndose hacia la puerta del
conductor.
—Está bien, vamos pero manejo yo.
—Pues así ¿qué chiste va a tener? Manejo yo, mejor.
—Si te vas a poner de necio, no vamos.
—Ya, ya, ya, está bueno, ahora resulta que los patos le tiran a las
escopetas. Si yo te enseñé a manejar —respondió aceptando tomar el lugar del
copiloto.
—Sí, eso es muy cierto, pero también que eso fue hace muchos años.
—Pues de eso ya llovió.
—Así es —contestó resignado abriendo de vuelta el portón del garaje.
—Vamos a parar a almorzar cecina, ¿verdad?
—No creo que esté abierto.
—¿ Y por qué no?
—Otra vez te tengo que recordar ¿por qué tuve que cerrar el negocio?
—Ya, ya, ya me acordé, por eso de la cuarentena.
—No sé ni cómo le voy a hacer, si estamos al día con los gastos, a los
muchachos les dije que sólo les podía pagar una parte de su sueldo —respondió
sumido en sus preocupaciones.
—Las cosas se van a arreglar, mijo, para qué te estás preocupando desde
ahorita ¿qué puedes hacer?
—La verdad en este momento, creo que nada, tienes razón.
—Ahí está.
—Es que no sé cómo haces para verlo todo tan sencillo.
—Pues mira mijo, como yo no sé cuánto tiempo me vaya a quedar, ve tú a
saber si me muero hoy, me muero mañana o en una semana.
—¡No digas eso!
—A ver muchacho, déjame acabar, es un decir. A lo que me refiero es que
yo no sé qué va a pasar mañana, voy viviendo de día en día, pero eso sí, cada
día me lo paso a todo dar.
Mira, antes de que llamaras, quién me iba a decir que hasta Acapulco iba
a llegar hoy.
—Te digo que tienes razón —dijo exhalando—. Sólo me gustaría aprender a
ver las cosas como las ves tú.
—Pues aquí vienes conmigo disfrutando del viaje, ¿o no?
—Sí, eso es un hecho.
—¿Te acuerdas cuánto te emocionabas cuando empezabas a oler el mar?
—Sí, siempre —sonrió al conectar con el recuerdo mental.
—Pero antes de eso, cuando llegábamos al mentado cañón del zopilote, se
la pasaban preguntando a cada rato, que a qué hora íbamos a llegar, que cuánto
faltaba. Canijos escuincles. Lo bueno es que tu madre les contaba cuentos y
entre el calor y el cansancio se dormían ¿Te acuerdas?
—Por lo visto no tan bien como tú, por qué no me lo recuerdas.
—Uy mijito, me acuerdo que traía mi Galaxy dorado, un maquinón de
primera. De ida, parábamos en una gasolinera, la misma de siempre, porque ese
carro era bien tragón de gasolina. Allí tu madre les repartía los sándwiches
para desayunar, estirábamos las piernas un poquito y volvíamos a arrancar. Como
la señal de radio ya no servía en ese lugar de la carretera, yo ponía mis
cassettes de 8 tracks.
—¿Esos que parecían del tamaño de los de la videocassettera?
—Esos meros, mijo.
—¿Qué música oías?
—Llevaba música variada, el trío de los Panchos con Eydie Gormé, Ray
Conniff, Daniel Santos que le gustaba a tu madre, pero la de Santo & Johnny
era mi favorita.
—¿Y luego? Ahora ¿te estás durmiendo tú?
—No, nomás me estaba acomodando.
—Entonces, ¿qué pasaba después?
—Que cuando llegábamos al tramo ese del cañón del zopilote, era cuando
más se desesperaban de chiquillos, era un tramo lleno de curvas y muy estrecho,
se hacía una fila larga detrás de los camiones sin poderlos rebasar, por lo
mismo del camino. Además era muy pero muy caluroso.
Yo me acuerdo que tu madre empezaba a contarles cuentos para que se
aplacaran, y después de dormirse ustedes, ella me pedía permiso para descansar
los ojos también.
—¿A ti no te daba sueño?
—A veces sí, mijo, para qué te digo que no, por eso llevaba mi termo de
café calientito a la mano. Pero ese silencio, esa paz que me daba saber que
tenía a toda mi familia conmigo, me hacía sentir muy contento.
Para ustedes era lo más difícil del camino, para mí, era lo mejor. Y
como agarraban buen sueño todos, cuando ya faltaba poco para llegar, los
despertaba preguntándoles si alcanzaban a oler el mar, porque unos kilómetros
más adelante, yo sabía que lo iban a ver.
—¿Quieres que te ponga algo de esa música? —le preguntó entusiasmado.
—¿Cómo mijo? A poco tienes música de Santo & Johnny.
—Pero claro que sí, nomás dime cuál quieres oír.
—¿Se podrá “Sonámbulo”?
—Claro que se puede —se orilló en una esquina para buscarla— ¿Es esa?
—Sí, mijo, es esa —le contestó encantado.
No pasaron más de sesenta segundos antes de que el viejo cayera
redondito, igual que como lo hacían sus hijos cuando salían de vacaciones en la
carretera.
Su nieto, al notarlo, tomó el camino de vuelta a casa. Al abrir el
portón del garaje observó a su abuela esperando paciente.
—¿Se volvió a quedar dormido?
—Sí, abuela. Me platicó de los viajes de carretera que hacían cuando mi
papá era niño.
—¿Te sigue confundiendo con él?
—Sí, pero ya no le aclaro nada.
—¿Hasta dónde lo llevaste?
—Nomás le di unas vueltas a la manzana.
—¿Se la pasaron bien?
—Más que bien, si hasta me hizo olvidarme de mis problemas, figúrate que
íbamos rumbo a Acapulco.
—Ah, por eso llevaba su maleta, ah qué mi viejo.
—¿Cómo le haces tú, abuelita?
—Pues así como me acabas de decir.
—¿Cómo?
—Olvidándome de mis problemas —respondió con una sonrisa—, ¿me ayudas a
llevarlo a su cuarto por favor?
—Abuelito, abuelito —trató de despertarlo con cuidado.
—¡Mijito, qué gusto verte!
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